martes, septiembre 04, 2007

TRECE

Abro el Messenger le pregunto a mi padre:

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:(yo)
eso del atari qué era?

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
era del matias creo

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
tienes un ATARI?????????????????

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
ERA DE EYU!!!!!!!!! EMOCION, LAGRIMAS

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
con juegos y todo?

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
yo no tengo atari

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
de tu hijo, gil

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
tu pregunta fue "eso del atari que era"

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
a que te refieres?
ahhh
es un emulador del atari

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
un programa se carga en el pc y voilá

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
TODOS los juegos atari para jugar

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
yo lo tengo


.:matías:.ﺍCon.Las.Alas.Cansadasﺍ.www.lavidareciente.blogspot.com has been added to the conversation.

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
habla

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
alguien se interesa en el emulador?

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
de atari

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
que eso¿

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
lo puedo poner en un cd

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
es un programa que permite que juegues al atari en tu pc

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
los típicos juegos atari antiguos

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
pero y el joystick, ademas es una antiguedad

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
nop -se usan las teclas

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
bueno, yo creo los tengo

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
es posible usar un joystick supongo

el corazón se hizo agua, el corazón cayó al mar says:
tengo el autito q se tira peitos

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
hay cientos

PASAN POCOS MINUTOS

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
estoy en una pelea DDOS

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
llevo MILLONES de IP´s bloqueados

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
estan atacando un servidor de red6

.:matías:.ﺍCon.Las.Alas.Cansadasﺍ.www.lavidareciente.blogspot.com says:
GO, GO, GO!!!

[si hoy fuera perfecto sería peor] says:
vienen de china, rusia, polonia, rumania, turquia, brasil

.:matías:.ﺍCon.Las.Alas.Cansadasﺍ.www.lavidareciente.blogspot.com says:
es la 4ª guerra, suegro, recuerde...

el siglo XXI, y es sólo el comienzo.

martes, septiembre 12, 2006

DOCE (Crónicas Apresuradas)

DOCE
El motor se detiene. Las luces se apagan. Me bajo del auto. A través de la ventana veo a mi padre en otra de sus luchas con las máquinas que sobrepueblan mi casa. Lo acompaña el incondicional Pedro Cárcamo. Entro a la casa. Mi padre me dirije una mirada desesperanzada.
-Lo perdimos. Ya no podemos hacer nada más por él –declara con certeza.
-Pero, ¿y todo tus archivos?- pregunto con algo de miedo.
-Perdidos. Para siempre. – Su voz se oye deprimida.
-Pero Eduardo, ¡si ya tenía más de veinte años! – le dice Pedro Cárcamo.
-Sí, es verdad, pero uno nunca se lo espera, no lo ve venir...
-Papá...-comienzo insegura- y los otros ¿están bien?.
-Por el momento, hija, por el momento. Te sugiero que mañana mismo respaldes todo lo que te importa. Yo no tuve elección. Simplemente los perdí. Para siempre.
-Oye, si son sólo archivos, no son personas...
-Claro, pero esos archivos son mi trabajo de años.
-Lo siento, papá.

Entro a la casa. Tengo que esperar hasta mañana para respaldar mis archivos. Por hoy, no hay nada más que podamos hacer.

ONCE (Crónicas Apresuradas)

ONCE
Hoy vienen mis sobrinas. Vamos a organizar una once a la española. La palabra “once” es una de las tantas que se utiliza sólo en nuestro alargado país. Se comenzó a usar durante un período de ley seca (creo que a principios del siglo pasado). Los hombres se reunían inocentemente a “tomar el té”. Claro que con una pizca de malicia: aguardiente. Aguardiente tiene once letras, por eso la expresión “tomar la once”, refiriéndose al té, pero también a aquellas maliciosas once letras, quedó para siempre inmersa en nuestra tradición.
Los churros son playeros, son de verano, son nocturnos. Fue raro hacer y comer churros a plena luz del día y en invierno. El azúcar flor vuela y mancha los abultados chalecos y bufandas. En la playa, en cambio, uno anda ligero de ropas, o simplemente no le importa mancharse.

DIEZ (Crónicas Apresuradas)

DIEZ

Estoy en una estación de metro. He olvidado cuál es. Pero es grande. Un perro callejero entra sin tapujos y recorre las losas. Da una vuelta a la boletería, olfatea aquí, olfatea acá. Un par de guardias uniformados de azul lo observan. Tienen que echarlo, lo saben. Pero no está haciendo nada malo. Sólo está andando entre la gente, sin molestar a nadie. La gente incluso lo mira con cariño. Uno de los guardias finalmente decide llamarlo. Comienza a silbarle. Despacito primero, como todo buen chileno. El perro no se da por aludido. El guardia sigue silbándole, ahora un poco más fuerte, haciéndole señas que lo siga hacia las escaleras y hacia la salida. Pero afuera llueve. El perro lo sabe. Aquí abajo está calentito y seco. Una fuerte ventolera me anuncia que viene el metro. Debo tomarlo. Pero quiero saber en qué termina la historia del perro. No hay caso. Queda ahora fuera de mi vista y debo irme. Me asomo por última vez a través de la ventana. Busco al perro. Ya no está.

Las calles mojadas de Santiago son una delicia. Se puede respirar el aire puro y fresco, recién lavado. Los colores de cada cosa se vuelven más nítidos. Los contornos se definen. Cuando llueve, la ciudad descansa, al fin, de su quehacer ininterrumpido. El agua no arrastra sólo el aire sucio, también se lleva el ruido, las malas caras, los desganos. Y por un minuto reina el silencio y la tranquilidad.

NUEVE (Crónica Apresuradas)

NUEVE

Universidad de Chile. Casa Central. Espero a Alicia. Para variar llega tarde. Anuncian un temporal de vientos y lluvia. Salí con paraguas pero obviamente no ha caído una gota. Un viento cálido da crédito a los pronósticos. Ojalá llueva de una vez. Esta ciudad se ahoga. Los plátanos orientales aún no han botado todas sus hojas. Creo que con estos vientos quedarán pelados definitivamente. Y seguro se cae una que otra rama en Lyon. Hace tiempo supe de un dato freak: no sé qué gobernador de Chile estaba en el poder cuando decidió forestar Santiago con plátanos orientales. Los importó no sé de qué país europeo. Se plantaron. Años después se supo que ya en Europa estaban plagados de termitas. Por eso actualmente los plátanos orientales que cubren tanta calles de Santiago, están prácticamente huecos, y son un peligro para los transeúntes cuando hay temporales fuertes.
Finalmente Alicia llega. Se había quedado dormida. Era de esperarse. Anoche fuimos a ver a una amiga y se nos pasó la hora volando. Partimos en nuestra misión caza-libros del día. Comenzamos por una librería bastante especial, al costado del cerro Santa Lucía.
-Esta librería es nazi- me dice Alicia, exagerando un poco, pero no tanto.
-¿Y por qué crees que es nazi?
-¿Y por qué no?
Entramos. Mein Kampf, Adolf Hitler. Quizá Alicia tiene razón. Una señora octogenaria le tiene guardadas a Alicia, las Obras Completas de Oscar Wilde. Toda una joyita en papel biblia.
-¿Le habrá llegado ese libro sobre arquetipos en los cuentos de terror?
-No, mijita, todavía no llega, pero con mi hijo se lo vamos a reservar, no se preocupe.
-Ah, qué lata, pero bueno, mándele saludos.
-De su parte.
Estuve tentada de comprarme un libro de Edgar Allan Poe, con ilustraciones, bien bonito. Pero me tuve que contener. Vinimos con otros propósitos. Volvemos a San Diego. Sé que no debo distraerme, a gente como a mí y a Alicia, deberían ponernos de esos armatostes que le ponen a los caballos de carrera, para que no se distraigan mirando hacia los lados. Con esfuerzo superamos la primera cuadra de puestos. Entramos a la galería. Estoy nerviosa. Voy a conocer a los “dealers”.
Entramos a “Solaris”.
-Hola señora Nilda, cómo le va, cómo va esa espalda.
-Bien, bien. Aguantando los achaques de la edad. ¿Y cómo estás tú Alicita?
-Muy bien. Bueno, no tan bien. Media moreteada. Ayer me asaltaron.
Alicia sabe algo de artes marciales, y se las dio de “dura” con el delincuente. Incluso lo salió persiguiendo.
-Ay... No me diga... Pobrecita... Hay gente tan mala...
-Así no más, señora Nilda. He perdido mi fe en la humanidad- declara Alicia. -Y no por el asaltante, sino por toda la gente que pasó y ni siquiera se alteró. Nadie llamó a los pacos en los diez minutos que estuve forcejeando. Y pasó harta gente.
Yo por mientras había saludado tímidamente a la señora Nilda y estaba extasiada mirando los estantes rebosantes de libros.
-Bueno, y aquí le traigo a esta niña de la que tanto le hablé. Le prometo que será otra asidua cliente.
Mientras Alicia sigue contando sus peripecias, yo estoy anodadada. No sólo hay libros más baratos que en otros lugares. Además cada uno de ellos es una joyita. Y ahí están los libros de Crowley... y de Golding... y de Ursula K. Le Guin..., la vista se me nubla, es demasiada la emoción.
-Señora Nilda, ¿y nos podría abrir alguna cajita?- la cara de Alicia tiene la expresión de un niño en navidad, esperando abrir los regalos.
Estas librerías “de viejo” siempre están atestadas de cajas con más libros, que simplemente no les caben en los estantes, o que aún no tienen precio (o que secretamente no quieren vender aún).
La señora Nilda titubea. Pero conoce a Alicia desde hace años, incluso conoció primero a su madre. La quiere mucho. Rebusca entre varias cajas y saca una.
-Ésta la trajo mi hijo recién de Buenos Aires. No debería abrirla- nos dice cómplice- después me va a retar. Pero qué importa.
La abre y yo no sé si mirar la caja y los tesoros que salen de ella o seguir en los estantes. Opto por la caja. Los estantes seguirán estando ahí. Pienso en mi padre. Hay sobre todo ciencia ficción. Estaría alucinado. Definitivamente tengo que volver un día con él.
Alicia me dice que deje a un lado todo lo que me guste; que aunque no lo compremos, la señora Nilda nos lo guarda para cuando tengamos plata. Suspiro. Hay tantos libros que me gustaría leer, que ni siquiera toda una vida me alcanzaría. Incluso me gustaría volver a leerlos y para eso hay menos tiempo aún. En cada re-lectura uno descubre nuevas capas, nuevos encantos.
Han pasado más de cuatro horas. Nuestros estómagos rugen. Y apenas hemos entrado a tres pequeñas e inocentes librerías.
-Ahora deberíamos ir a tomarnos un capuchino. La ocasión lo amerita- le digo a Alicia.
-Ya. Pero vamos a tener que correr porque el diluvio se nos viene encima...
De nada nos sirvió mi paraguas. La ventolera era demasiado fuerte y daba vuelta los paraguas. Y si no lo lograba, igual la lluvia nos mojaba desde todas direcciones. Corrientes de aire cálido y otras de aire más frío parecían enfrascadas en una danza. Algo caótica, por cierto. Una hoja se mantenía suspendida en el vacío. Avanzaba en una dirección, luego retrocedía. Finalmente se rindió y fue a dar al suelo. Con Alicia seguíamos corriendo. Por fin encontramos un café, y entramos. Dos capucchinos nos reconfortaron rápidamente. Pedimos otra ronda. La caza había sido exitosa. Tendríamos provisiones para, al menos, un par de meses (si nos comedíamos, claro).
Cuando llegué a mi casa, mi cuerpo estaba agotado como si hubiera corrido una maratón. Ahora sí llovía fuerte. Qué mejor. Un día de lluvia, un buen libro y un café en las manos.

OCHO (Crónicas Apresuradas)

OCHO

-Quedó la sopa- declara mi padre mientras entro al escritorio.
-¿...?.
-Toda la red se cayó. Quedó la sopa.
-Ya... Otra de tus expresiones paleolíticas.
-Siempre que viene Pedro, deja la embarrada. Abre y cierra todos los computadores y deja todas las configuraciones desordenadas. Y ahora no sé, seguramente desconfiguró las passwords y...
Estoy acostumbrada a estos monólogos que desahogan a mi padre. Da lo mismo si uno le contesta, de hecho recomiendo no hacerlo, pero él necesita que alguien lo escuche.
-¿Le cambiaste el agua al Natalio?- trato de cambiar el tema.
-Yo qué sé, estoy en medio de una crisis tecnológica seria y me haces preguntas sobre el pájaro -me responde malhumorado.
-Es un ser vivo, para que sepas.
-Sí, lo sé- murmura arrepentido- dale tú por favor, estoy tan ocupado, tan cansado...
Este mundo es a veces demasiado complejo, y a veces demasiado simple, para mi padre. Él es como un científico loco, que trabaja en silencio, un geniecillo que nadie conoce, porque él trabaja en silencio, por el sólo gusto de conocer.
Mi madre le dice cariñosamente “mi lobo estepario”. No sé de qué trata ese libro, pero la expresión se refiere al gusto por la soledad de mi padre. Es un ermitaño que en vez de recluirse en una alejada montaña, se recluye en su casa. Si fuera posible no salir jamás de la casa (y es una teoría que mi padre tiene, con todo esto de la internet, pronto no será necesario salir, quizá ni siquiera moverse), él no lo haría. Cada vez que se ve obligado a hacerlo, por un lado, es una experiencia nueva, parece un niño observando cada detalle, como si no conociera el EXTERIOR, y por otro lado, es una reafirmación de por qué no sale de la casa: los tacos, la gente gris, la contaminación, el ruido. Para mi padre no hay nada como el hogar. En la más Dorothy del Mago de Oz.

La historia de la computación ha tenido a mi padre como su atento espectador desde su nacimiento. En esa lejana época, la empresa donde trabajaba tenía, como gran cosa, UN computador. Un gigantesco computador. Ocupaba todo un piso. Funcionaba con esas tarjetas con hoyitos y para hacer una simple suma se demoraba su buen tiempo. Él vio cómo iban reduciendo su tamaño, cómo poco a poco, con esfuerzo, iban aumentando sus capacidades. Le tocó hacer un viaje a Nueva York por motivos de trabajo. Iba con un dato de un lugar donde vendían una rareza: un computador ¡transportable!. Estaba muy emocionado porque el famoso computador tenía 267 Bytes de memoria. 1000 Bytes son un Kilobyte, 1000 kilobyte son un Megabyte, 1000 Megabyte son un Giga, mi computador actual tiene 4 giga de memoria y ya es obsoleto, un computador cualquiera hoy en día tiene 60 Giga. Y mi padre estaba emocionado hasta las lágrimas por aquellos 267 Bytes de memoria.
Le cambio el agua a Natalio y enseguida comienza a bañarse, salpicando en todas direcciones. Se baña todos los días. Es un pájaro muy higiénico. Más que lo que pueden decir muchos humanos. Le hace compañía a mi padre día y noche.
-Este pájaro es una estafa- declara mi padre.
-¿Por qué? Si es bellísimo.
-Pero no canta.
-Ya, ¿y?
-Y es un canario. Eso es lo que hacen los canarios.
-Pero si igual canta un poco...
-Sí pero hay que escucharlo con amplificador...
Y bueno. Igual queremos a Natalio. Aunque no cante. O cante bajito.
-Para variar vas saliendo. ¿Adónde vas ahora?
-A un asado. La Valentina está de cumpleaños.
-Ya. ¡Pero ya almorzaste!
-Obvio que ya almorcé, ¿o quieres que muera de hambre el resto de la tarde?
Los asados de universitarios se caracterizan por tener ese nombre casi de forma decorativa. Si es que uno tiene la suerte de efectivamente comer algo de carne, (con más seguridad algo de choripan), ese milagro ocurrirá con suerte recién como a las 5 o 6 de la tarde. Por eso siempre prefiero ir ya almorzada.
Es en el Parque Intercomunal. Dónde más podía ser. La Valentina está de paso en Santiago porque ahora se consiguió pega en Temuco. Es una buena oportunidad de ver a mis amigos. Con este cuento de las prácticas y tesis, nos vemos cada vez menos. Es una lástima. Esto de hacerse adultos es un asunto serio. Si no te preocupas, pasarán diez años y ya no te acordarás ni del nombre de quienes fueron tus mejores amigos. Para qué hablar del colegio. Todos piensan que eso no les pasará a ellos. Pero pasa. Sólo hay que preguntarle a nuestros padres. Es una realidad estadística.

lunes, septiembre 11, 2006

SIETE (Crónicas Apresuradas)

SIETE
Pedro Cárcamo. Todo un personaje. Bajito, con poco pelo, grandes lentes de marco grueso. Durante muchos años fue el jefe gruñón de mi padre. Ahora es el socio gruñón de mi padre. Él se encarga de “las relaciones públicas”. Para todos siempre ha sido un misterio cómo lo hace. Habla en un tono monocorde, sin variaciones en el volumen, siempre como susurrando. Y es un gran “relacionador público”. Nos ha costado años convencernos que efectivamente lo es. Por su apariencia nadie se imaginaría que es el terror de las relaciones públicas. Gracias a él hemos aprendido que las apariencias sí pueden engañar.
Entra y sale de mi casa silenciosamente. De repente llama por teléfono y dice:
-Dile al papá que lo estoy esperando aquí abajo- ante todo respetuoso por nuestra privacidad familiar.
Balzac lo conoce desde que llegó a esta casa, pero le tiene un odio acérrimo, nadie sabe muy bien por qué. Cada vez que entra a la casa, Balzac se vuelve loco de furia, sin siquiera haberlo visto, se lanza contra los vidrios ladrando como Cancerbero. Pedro Cárcamo lo observa incólume e impasible. Quizá es esa indiferencia la que exaspera a mi perro.
Salgo de mi casa y me subo al Hyundai, tengo que ir al super. Ya no puede estar más cochino. Estuvo enfermito como dos semanas, lo que lo mantuvo literalmente botado en el estacionamiento, mientras el polvo y las hojas otoñales se encargaban de cubrirlo silenciosamente. El Hyundai es prácticamente otro habitante bizarro de esta casa. Lo tenemos hace diez años. En sus mejores tiempos fue nuevo, ahora tiene los achaques propios de la edad. Es todo un veterano de guerra. Marcado profundamente aquí y allá por las cicatrices del devenir automotriz en esta demente ciudad. Múltiples rayones y abollones atestiguan sus aventuras. Una vida esforzada, siempre cumpliendo, lo ha envejecido prematuramente. Ya debe tener como 200000 km. en el cuerpo, y no bromeo.
Él nos acompañó en ese ya mítico viaje a Puerto Oscuro. Todavía no existía el Túnel El Melón, sólo la Cuesta El Melón. Mi hermano siempre ha sido un indio para manejar. Una neblina densa y blanca impedía ver más de un metro de pavimento frente al auto. Y Gabriel adelantaba. Ninguno de los viajeros hablaba, íbamos aterrados. Y cuando dos amigables lucecitas iban delante de nosotros, asegurándonos que no habían caído aún a un precipicio, Gabriel las adelantaba.
Nuestro anterior auto-con-personalidad fue el Hervy, ése incluso tuvo nombre propio distinto de su marca. Era un Peugeot 404, de ésos con puntas metálicas, y de un color celeste que yo detestaba. Fue el primer auto que Gabriel y Antonia manejaron apenas sacaron licencia. Antes de eso ya era conocido en el colegio, por ser el transporte oficial a toda fiesta o paseo. El “tío Eduardo” recorría pacientemente todo Santiago pasando a dejar cabritos a las 4 de la mañana, con tal que la Antonia no anduviera sola (o con ebrios al volante) a esas horas.
Gabriel alcanzó a manejar estando aún en el colegio. Su mente comerciante ya se manifestaba a esa temprana edad. Iba a dejar a todos sus compañeros, sin importar dónde, pero cobraba la bencina.
Después el Hervy se convirtió en el transporte escolar oficial. Mi hermano nos iba a dejar todos los días al colegio, cobrando por cierto. Todos los días, y repito: Todos los días, salíamos atrasados de mi casa, como a las 7:55 AM y no exagero que, apesar del taco habitual en Antonio Varas a esas horas, llegábamos igual a la hora a clases.
El Hervy tenía sus sentimientos. Era como el conchito consentido de la familia. Hasta el día en que mis padres se compraron una Station (nótese la implicancia femenina, el Hervy era por cierto masculino). Apenas llegaron a la casa con el auto nuevo (claro que no era nuevo-nuevo), el Hervy se echó a morir. Se negó a volver a partir. Los celos se entrometen hasta en las mejores familias.
Cuando recién empecé a ir a la U con el Hyundai, mis recién conocidos compañeros recelaban de su seguridad cuando se iban conmigo. El Hyundai tenía en ese entonces un profundo abollón en el capó delantero, uno en una de las puertas, y dos en el parachoques. También le faltaba uno de los espejos laterales. Ninguno de esos choques habían sido mi responsabilidad, pero creo que no me creían mucho. Cierto año mi papá decidió que era hora de venderlo, y le hizo todo un tratamiento de belleza: 0 abollones y una baño de pintura nueva. Nadie lo compró. Estaba de lujo, ellos se lo perdieron.
Como a la semana, volvió a ser el de antes. Y esta vez debo reconocer que fui yo la responsable. Un abollón en el parachoques trasero le devolvió su ruda personalidad.
A veces, cuando voy manejando, me fijo en los ocupantes de otros autos, en la gente que cruza la calle. En un Mercedes va una pareja que claramente no se habla. Ambos con las miradas fijas en el infinito, la expresión seria e impenetrable. En un escarabajo va una pareja de ancianos. Ellos tampoco se hablan, pero se nota en sus miradas, que hablarse ya no es necesario. Él y ella saben del amor del otro. Me detengo en un semáforo. Miro el edificio de la esquina, casi todas las luces están encendidas, casi todas las cortinas están corridas. Menos una. Se ve una habitación atiborrada de muebles, ropa, cuadros apilados. Y un atril. Y junto a él una mesita alta con un montón de frascos y pinceles. Un paño sucio, sucio de colores. ¿Quién vivirá ahí? ¿Quién y por qué está pintando?. Siempre me ha gustado mirar las ventanas de las casas cuando no tienen las cortinas corridas. Generalmente no hay nadie. Prefiero que no haya nadie. Así la habitación parece un cuadro detenido en el tiempo. Se ve tan llena de vida. Tan vivida. Otra ventana. Una cama y torres de libros en el suelo. Sólo está prendida la luz del velador. Cruzan varios transeúntes por el paso peatonal. ¿Y ellos? ¿Qué hacen? ¿Qué sienten? ¿Adónde van ahora? Aquel se ve triste, este otro más bien apurado, y ella..., ella cruza con la mirada clavada en el suelo para ocultar las lágrimas. Tantas vidas. Tantas personas, únicas e irrepetibles, pululan a mi alrededor sin que yo sepa absolutamente nada de ellos. Esa señora quizá tiene un hijo enfermo. Aquél joven quizá va pensando en el exámen que reprobó.
Luz verde. Más autos, más gente, más edificios, más ventanas. Por un momento me mareo de tanta vida que siento a mi alrededor. De tantas vidas y de tantas soledades.

SEIS (Crónicas Apresuradas)

SEIS
Estábamos durmiendo plácidamente una de tantas noches, el día anterior habíamos celebrado el cumpleaños conjunto de mis sobrinas (cumplían 1 y 3 años). Estábamos agotados. El techo sobre la escalera hacía tiempo se quejaba, soltando de vez en cuando algún pedacito de pintura, pero nunca nos imaginamos cómo se iba a manifestar esa noche. Subiendo la escalera hay un espacio rodeado de puertas que dan a las distintas piezas. Un estruendo como si hubiera caído una bomba en el patio de mi casa, me despertó súbitamente (y no sólo a mí). Salí de mi pieza, abro la puerta... y no vi absolutamente nada. Sólo polvo blanco, cuando comenzó a bajar y disiparse lentamente, divisé entre la niebla a mi madre, horrorizada como yo en la puerta de su pieza. Mi padre también se asomó. Nos dijo –y bueno, se veía venir, vayan a acostarse y dejen las puertas cerradas para que no entre el polvo, mañana veremos qué hacemos.- Eso hicimos. Al día siguiente abrimos nuestras puertas y vimos toda las escalera cubierta de escombros. Miramos el techo, ¡y no había techo! El cielo raso se había desprendido totalmente por lo que ahora veíamos el entretecho y haces de luz que se colaban entre las vigas y tejas. No pudimos aguantar la risa. En momentos de desesperación, el ser humano ríe. Reímos a carcajadas. Y ahora qué hacemos, llamamos a un maestro, y le decimos –sí, mire, anoche se nos calló el techo, ¿podría venir a ver si puede hacer algo?-.
Y bueno, lo primero que hizo el maestro fue sacar los escombros y botar el techo que aún podía caerse. Era verano, y no había peligro de lluvia, por lo que se dejaron los arreglos, que serían con seguridad apoteósicos, para hacerlos en Febrero cuando estuviéramos fuera. Así que vivimos como un mes sin techo. Y por suerte no llovió.

Los maestros son otra historia. Merecen un amplio tratado sobre su comportamiento.
–¡Si parecen prematuros! ¡Tienen que comer cada dos horas!- comentaba una deseperada enfermera que había tenido que aguantar la (pausada) convivencia con los maestros durante todo un mes, mientras se remodelaba el piso de Neonatología del Hospital donde trabajaba mi madre.
Mi madre también ha tenido numerosos “encuentros cercanos del tercer tipo” con estos singulares seres humanos.
Un solitario maestro hacía un hoyo en el antejardín de nuestra casa. Sin preguntarnos nada, por cierto. Mi madre, siempre respetuosa y comedida, se acercó y le dijo:
-Disculpe, veo que está excavando un hoyo en el antejardín de mi casa, ¿me podría decir para qué sería el susodicho hoyo y quién le dio autorización?
-Ah, no sé yo, patrona, uno hace lo que le mandan no más.
-Sí, comprendo. Pero quién le “mandó” hacer este hoyo.
-Mi jefe.
-¿Y sería...?
-Ramón Contreras
-Ya. ¿Pero y quién le dio autorización? ¿Es un trabajo de la municipalidad?
-Con todo respeto señora. Tengo que seguir trabajando.
Mi madre no quiso seguir con la discusión, ni tampoco agregar que lo había visto hace diez minutos muy relajado fumándose un pucho. ¿Por qué ahora le había nacido un espíritu tan trabajador?
Entró a la casa y llamó a la municipalidad. Luego de remitirla una y otra vez a distintos anexos, el anexo correspondiente le señaló que no tenían notificación alguna de algún trabajo en nuestra calle. Habrá que esperar no más...
Al día siguiente el maestro había desaparecido. Pasaron varios días que no se apareció nadie, y el hoyo, ahora peligroso, pues no tenía ninguna protección ni señalización, seguía en el antejardín de nuestra casa. Seguro que si una viejecita, de las cuales abundaba mi barrio, se caía y se quebraba algo, la responsabilidad sería nuestra.
Mi madre volvió a llamar a la municipalidad por el dichoso hoyo.
-Sí señora, no se preocupe... Enviaremos a alguien para que inspeccione la situación.
Por mientras mi nana se había encargado de avisarle a todo vecino que se le cruzara que tuviera cuidado con el hoyo.
Providencialmente nadie se cayó.
Una semana más tarde, llegó una camioneta con un poste. Para instalar en el hoyo por supuesto. Mi madre, rauda, se acercó a ellos cuando se estaban estacionando. Eran dos hombres.
-Disculpen, ¿ustedes vienen a instalar ese poste?
-Sí señora.
-¿Y para qué sería?
-Mire señora, a nosotros nos contrataron para poner el poste pero no sabemos para qué es. Seguro que es para teléfonos o algo así.
-Ya, ¿y tienen alguna autorización?
-Pero señora, ¿no ve que está hecho el hoyo?
Mi madre se dio por vencida. Tuvo que observar impasible cómo se instalaba un poste frente a su casa, sin ninguna explicación. Ya casi sin ninguna esperanza llamó a la Compañía de Teléfonos para averiguar. La derivaron a tantos anexos que terminó colgando.
El poste quedó instalado. Pasaron los años y ninguna utilidad aparente tuvo nunca.
Ya hubiera sido el colmo si nos hubieran pasado un parte por permitir que pusieran un poste sin razón alguna en la vía pública.

CINCO (Crónicas apresuradas)

CINCO

Debo haber tenido unos 15 años cuando mi hermano decidió que ya era grande para jugar Dungeons and Dragons, y me invitó a hacerme un personaje. Fue tan emocionante, todavía recuerdo que estaban instalados (él y sus amigos) en el patio de mi casa con esas torres de libros y dados misteriosos, era primavera. Seguramente había pasado recién mi cumpleaños. Desde entonces me incorporé a sus reuniones de juego. Casi todos eran hombres, mi hermana y yo éramos las únicas mujeres. No sé por qué a las mujeres en general no les atrae este tipo de juegos. Mi hermano dice que no son lúdicas. Sus pololas nunca fueron lúdicas. Bueno, mi hermana y yo, siempre lo fuimos. Podíamos pasar días enteros (con sus noches) jugando sin cansancio. Una vez nos fuimos un fin de semana completo a Puerto Oscuro, donde uno de los del grupo tenía una casa, a puro jugar. Llegamos a jugar, comíamos como a la 1 AM, nos íbamos a acostar a las 5 AM, tomábamos desayuno con pan recién amasado en una casa cercana como a las 3 PM, almorzábamos a las 8 PM, y todo, todo el tiempo que no estuviéramos durmiendo, estábamos jugando (o comiendo, claro). Puerto Oscuro era ideal para eso, un pueblito perdido en la cuarta región (literalmente “entre Tongoy y los Vilos”) sin luz eléctrica, con paz a raudales. La casa donde estábamos era de madera y estaba literalmente sobre el mar (estaba construida sobre palafitos que se enterraban entre las rocas). Te dormías con el ruido del mar, soñabas con él y despertabas con él. Fue increíble. Pero irremediablemente tuvimos que volver al mundo “real” y cotidiano.
En Santiago también nos juntábamos, con suerte una o dos veces al mes, en mi casa generalmente. Pero todos eran mucho mayores que yo. Y entre ellos me sentía cómoda. Rodrigo, que era el eterno mago; Javier, el eterno clérigo; Manolo, el noble guerrero; Antonia, una ladrona o una barda siempre media loca; Berenger (era el nombre de su personaje, nunca supe su nombre real), otro guerrero aunque menos “noble”; y yo una elfa o una enana pero siempre guerrera a concho. Nunca, y repito: nunca, nos funcionó ningún plan o estrategia. De hecho, después ni siquiera queríamos darnos la molestia porque sabíamos que Gabriel (mi hermano y master del juego) se las iba a arreglar para que todo saliera mal.

Los veranos comenzaron a hacerme el quite a medida que yo me hacía cada vez más invernal. Me enamoré del sur, del frío y la lluvia, de su gente y de sus fantasmas.
Yámanas, kaweskar, chonos, selk´nam. Sólo han sobrevivido sus fantasmas, vagando por los bosques pantanosos del fin del mundo, navegando aún por sus laberínticos canales. Ellos me han embrujado, ellos me retienen allá. Aún cuando mi cuerpo esté aquí, en una ciudad atestada, con tanto ruido y tan poco verde, mi alma habita en los bosques del sur.

CUATRO (Crónicas apresuradas)

CUATRO

Volví a mi casa. Estaba agotada de tanto ejercicio mental. Me recosté en mi mullida cama.
Los párpados se vuelven pesados. Noto que existen. Las pestañas hacen interferencia, todo lo vuelven una mancha borrosa.
Lento.
Cada vez respiro más lento.
Más profundamente.
Los sonidos se tornan estridentes.
De vez en cuando me dejo vencer por mis párpados. Los vuelvo a levantar (no sin esfuerzo) y pienso que he dormido.
Miro el reloj y no ha pasado siquiera un minuto. Busco una frazada y me acomodo para dormir.
Una casa vieja pero bonita, en Ñuñoa, con techo de tejas rojas, patio de baldosas, dos damascos que que se encendían de blanco cada primavera para luego ensañarse en verano con ensuciar el suelo de baldosas, lanzándole damascos que con el impacto se convertían en puré. También había un parrón; cada verano al volver de las vacaciones estaba cargado de deliciosas uvas. Sé que no es mi casa. En mis sueños siempre está esa casa, y hace años que ya no vivimos en ella.
-Ana... Ana... –me susurró la voz de Martín.


Te descubro mirándome,
y en esa centésima de segundo, antes de que apartes la mirada,
en ese instante en que tu ojo y mi ojo se encuentran,
en ese (efímero) momento en que (tú y yo) nos vemos (realmente)
aunque luego el tiempo nos convenza de lo contrario,
tu ojo y mi ojo se adivinan el uno al otro, se retan, y acuerdan empatar,
para obligarnos a volver (a enfrentarlos) en otro efímero (y eterno) instante,
donde el tiempo no corra y logremos volver a vernos y encontrarnos.
Las palabras sobran a la hora de enfrentar un par de ojos.

Martín. Éramos compañeros de colegio, pero nunca nos habíamos visto, no realmente. Él se sentaba en un rincón de mi sala, no pescaba nunca en clases, leía, escribía, observaba. Un día lo vi leyendo el Señor de los Anillos y me atreví a hablarle. Mi naturaleza traga-libros ya se había tragado ese libro naturalmente. Le ofrecí prestarle la segunda parte. Y fue como si ahí él se hubiera dado cuenta de mi existencia. En el verano me llamó y quedó en pasar a mi casa a buscar el libro. Y no sé, yo esperé nerviosa, llegó con Pablo, saludos tímidos, gracias. Se fue. Pero volvería muchas otras veces.
Los amigos que hice en el colegio fueron experiencias lindas, pero siento que no totalmente sinceras (al menos de mi parte). Nunca me abrí completamente. Eso sólo pasaría con los que conocí después, ya en la universidad. Quizá se relacione con que éramos más maduros, no sé. Pero creo que interiormente siempre anhelé esas amistades que sólo alcancé más grande. Además también se trata de una relación distinta. A los compañeros de colegio los conoces desde que tienes memoria. Entonces la amistad simplemente surge, no se crea, no se vive el descubrimiento de ese otro ser que te apasiona y que te propones conocer. Y a medida que pasan los años esas amistades se solidifican, al igual que el amor de pareja, se estabiliza, ya sabes que está ahí, no necesitas desvelarte con preocupaciones, sólo vivirlo.
-Vine a darte un abrazo- me dice Martín sonriendo.
-Dámelo entonces-. Reímos y nos abrazamos.
-¿Qué tienes que hacer ahora?
-Ir al cine contigo.
-Fresco, ¿no tenías que trabajar?
-No, por hoy no más, un hombre tiene derecho a descansar al menos durante unas horas.
-Ya, vamos.
Estaba lloviendo, corrimos al auto. Me besó de nuevo.
-Ahora parezco una ardilla empapada.
-No lo pareces, lo eres.
-Tienes razón.- dije riendo.
Si yo soy una traga-libros, Martín es un traga-películas. Aunque ambos tenemos como alimentación complementaria el gusto del otro. Él me hace ver películas, yo lo hago leer. Él no puede comprender cómo logro leer un día entero, y yo no logro concebir ver 3 o 4 o 5 películas diarias. Ahora que trabaja ha desarrollado una especie de anemia por falta de su ración diaria de 35 milímetros. Partimos al Hoyts de La Reina. Entramos a ver “El ladrón de orquídeas”. El protagonista se parecía físicamente a mi hermano y psicológicamente a Martín. Fue una experiencia bastante insólita y psicodélica. Seguía lloviendo.
Siempre he amado la lluvia. Aún cuando de vez en cuando nos juegue malas pasadas. El aluvión que sepultó de barro nuestra ciudad fue una de ellas.
Recuerdo que estaba en el colegio, en la mañana, y llovía con una fuerza inusitada hace como tres horas. Lo otro raro es que hacía calor. Parecía como si el cielo estuviera desquitándose de tanta contaminación, vertiendo toneladas de agua sobre nosotros. Como todas las lluvias en Santiago, ésta también fue bien recibida, aunque sabíamos que o iba a ser un año de sequía, o un año de terribles inundaciones. Es un ciclo del cual nunca salimos. Nunca llueve lo que esta ciudad puede soportar. Esta lluvia en particular nos presagiaba inundaciones, pero como niños que éramos nos encantaba la lluvia. La verdad, a mí todavía me fascina, aún cuando soy conciente de las consecuencias nefastas que suele tener en nuestro país, no puedo evitar sentir una paz, una alegría inusitada cuando escucho la lluvia. La ciudad se queda en silencio, casi avergonzada, pero en paz.
Llovía. De repente paró. De golpe. Como si alguien en las nubes hubiera cambiado un switch. Las clases continuaron. Nunca me gustó mi colegio. Me acuerdo haber ido feliz e impaciente como hasta segundo básico. Recuerdo vívidamente la primera clase de primero básico. Nos sentíamos todos tan grandes porque íbamos a aprender a leer y escribir. Pero creo que una vez que aprendí eso, hasta ahí llegó mi entusiasmo.
Sonó la campana. Salimos. A tomar la micro. Pedro de Valdivia era una río. Pero siempre era un río cuando llovía mucho. Me bajé como siempre en Simón Bolivar sorteando los arroyuelos recién nacidos y comencé a caminar hacia Antonio Varas. Nada parecía fuera de lo normal. Doblando la última esquina ví Antonio Varas. No estaba inundada, pero estaba tapada de barro dejado por los autos, y ramas y hojas. Eso sí era algo fuera de lo normal. Entonces miré Irarrázabal. Y casi se me sale el corazón. Era un río. Pero un verdadero río, que corría raudamente, escondiendo en sus aguas cafés y opacas quizá cuántas ramas, cuántos objetos inusitados. No se podía cruzar. Llegué a mi casa, ya presintiendo a mi familia reunida entorno a la tele viendo las noticias en directo. Y así fue. Todos manteníamos silencio. Nuestra casa estaba bien, pero veíamos lo que estaba pasando en otras zonas de Santiago. Muebles, lavadoras, muñecas, todo lo que se interponía a la furia de las aguas, era arrastrado. Murió mucha gente, pero siguió sufriendo mucha más gente. Cuando finalmente el agua descendió, no trajo ningún alivio. El barro lo cubría todo, en algunas partes metros de barro literalmente sepultaban jardines, casas, plazas. Se organizaron albergues, se pidió ropa, comida, lo que fuera. Y también ayuda humana, se necesitaba gente que cavara, que sacara el barro. Yo fui a ayudar un día, (me avergüenzo de no haber ido más) a sacar barro de la casa de una profesora de mi colegio. Ya habían sacado el barro de dentro de la casa, pero el jardín tenía como 60 cm. de barro que lo cubría todo, y había que darse prisa porque no queríamos enfrentar barro seco.

La casa donde actualmento vivo con mi familia, es quizá más vieja que lo que era la anterior. Llenas de los achaques propios de la edad, pero también con ese gusto humano, de algo vivido una y otra vez.
Vivimos en una zona de Providencia que casi ya no le quedan casas, los edificios han invadido cada metro cuadrado. Sólo unos cuantos valientes baluartes, casa antiguas, por cierto, pues nadie construiría una casa nueva en nuestra calle, pudiendo construir edificios. Y esos pocos baluartes son en su mayoría oficinas. Por ello podríamos decir que vivimos prácticamente solos en nuestra calle.
A excepción de los edificios, claro.
Un enorme edificio residencial, de fácil unos 20 pisos se yergue a pocos metros del patio de mi casa. El asunto es que además de quitarnos privacidad, nos quita el calor del sol, pues nos da la sombra, sólo a nosotros, durante todo el invierno. Cuando hay esos días otoñales en que el sol sale, y es rico ponerse al solcito, ahí está siempre la sombra del edificio sobre nuestro patio. Y en verano, no alcanza a taparnos el sol, entonces nos achicharramos. Cuando hemos hecho fiestas, los muy descriteriados habitantes de dicho edificio, ¡nos tiran tomates y paltas! El sueño de mi padre es que cuando sea millonario, va a comprar el edificio, lo va a demoler, y va a hacer un enorme parque. Todos esperamos que sea millonario pronto.
Cuando recién nos habíamos instalado, comenzó la odisea del jardín, pues fue realmente una odisea. Mi madre contrató a un jardinero para que armara el jardín de sus sueños, pero a la vez que estuviera dentro de nuestro presupuesto. Quedó bonito, con una camelia, hortensias, rosas, un diamelo. La odisea fue el musgo. Generalmente se pone un cuadradito de 10 por 10 cm. cada 50 cm², pero mi padre insistió en que para qué íbamos a comprar tanto si igual iba a crecer. Entonces se plantó un diminuto cuadradito cada 2 m² y para las paredes, una enredadera cada, qué sé yo, 3 mts. Todo se suponía que iba a crecer salvajemente. Obviamente eso no sucedió. Nunca hemos tenido suerte con las plantas. Mes a mes observábamos impacientes los pocos cm. que se había extendido el bendito musgo. Llegó un momento en que pareció no extenderse más y tuvimos que conformarnos con tener una jardín con manchones de musgo. Las enredaderas, ni hablar.
En medio de esta odisea con el mundo vegetal, mi madre vio un aviso en el diario que decía: REGALO PERRO. ¿Quién gasta plata en publicar un aviso para regalar un perro? O era una millonaria, o el perro la tenía vuelta loca. Y bueno, entonces mi madre que siempre había recelado de tener cualquier animal en la casa, se le ocurrió que qué mejor que tener un perro guardián. Partimos a ver el famoso perro. Su historia era que la señora lo había encontrado vagando en su calle y muerto de hambre, pero ella ya tenía perros, y eran perras, y finas. Balzac, porque así se llamaba, era un precioso quiltro. Resulta que además había sufrido aparentemente maltratos porque le tenía terror a la gente desconocida. Nosotros en ese momento éramos gente desconocida. No sé cómo lo metimos en el auto, él temblaba, y amenazaba con morder a quien disturbara su metro cuadrado. Al llegar a mi casa, el otro problema fue pasarlo al patio de atrás, porque para ello había que atravesar por dentro mi casa. Él se negaba rotundamente. ¡Qué le habían hecho a este pobre ser! A punta de engaños comestibles pero no sin esfuerzo logramos que cruzara raudamente, como si no quisiera ni tocar el suelo.
Nadie de nosotros había pensado en lo que pasaría en el delicado y mañoso jardín, si llegaba un perro de dimensiones considerables a habitar en él. Tuvimos que observar con algo de pena, pero mucha resignación, cómo rápidamente destrozaba los manchones de musgo. Selección natural. Pasaron pocas semanas hasta que ya no quedaban ni rosales, ni camelias, ni hortensias. Ahora, tras casi diez años, el único sobreviviente ha sido el diamelo, que aunque escuálido, aún florecen en él una par de capullos cada primavera. Y bueno, las enredaderas que se quedaron congeladas en el tiempo sin tapar jamás la pared a la que estaban destinadas.
Mi padre tenía en su oficina un redodendro que languidecía poco a poco. Lo sacó unos días al jardín y revivió por completo, nunca volvió a la oficina. Ahora tiene varios descendientes y hemos solucionado la paradoja perro-jardin, con perro-maceteros de redodendros.
En esta nueva casa mis hermanos mayores alcanzaron a vivir 2 o 3 años antes de emigrar del nido hacia sus propios nidos. En parte como compensación a toda una vida en la pieza más miserable de la antigua casa, a mi hermano se le dio a elegir su pieza. Obviamente no eligió mal. La más calentita en invierno, la más fría en verano y de dimensiones considerables. Ahora que ya no está, esa pieza se ha convertido en la pieza de alojados de mis sobrinas. A mí también se me concedió elegir pieza porque antes había sido pieza-pasillo, y los que han vivido en una pieza-pasillo me entienden.
Otra odisea fue y han seguido siendo los baños de Balzac. La primera vez, Antonia y yo nos pusimos trajebaño y hawaianas, y comenzamos a llenar bateas con agua caliente. ¡Agua caliente, para el señorito! Balzac, apenas vio el agua, se fue a esconder a su casa negándose a salir. ¿Acaso ahora tenía alma de gato y no le gustaba el agua? Una vez que lo logramos sacar a rastras, lo sujetamos y le vertimos encima una batea completa de agua. Ahí pareció resignarse, y decir, “bueno ya, lávenme”. Pero ha sido el mismo show cada vez que lo bañamos.
Hace pocos días llegó un nuevo habitante a nuestra casa. Mi papá estaba en su oficina, e inesperadamente entró por la puerta un precioso canario color naranja y se posó en uno de los escritorios. Mi padre no sabía qué hacer, y el canario parecía muy cómodo y sin ninguna intención de retirarse. También estaba mi sobrina que obviamente estaba fascinada. -El pajarito nos eligió-, dijo ella,- ahora ésta es su casa-. Y así fue. Antonia, salió a comprar una jaula y comida. Y ahora Natalio, así lo bautizó Camila, acompaña a mi padre todo el día junto al computador.

domingo, septiembre 10, 2006

TRES (Crónicas Apresuradas)

TRES

Prendí la luz del velador. –Tengo que dormir- me dije -mañana tienes examen-. Pero la tentación estaba ahí, podría leer sólo unas páginas, para que me diera sueño... Tomé el pesado volúmen de “Titus Groan” y comencé a leer. Más que a leer, a sumergirme en él. No sé a qué hora me dormí finalmente, pero leí algo más que unas pocas paginitas. Hubiera sido un insulto leer menos. Además, para eso están los despertadores.
Recuerdo que el primer libro que leí fue “El libro de la selva”, yo apenas estaba aprendiendo a leer (debo haber tenido siete u ocho años), por lo que mi padre me leía cada noche un capítulo. Estábamos en El Quisco, balneario que nos recibió fielmente durante casi siete veranos consecutivos.
La casa era grande, antigua, con muros de piedras, chimenea, muebles de mimbre que rechinaban cuando uno se sentaba. Lo que más me gustaba era cuando hacía frío y podíamos prender la chimenea en la noche. Con mis hermanos comprábamos marshmellows y los acercábamos a la llama para que se encendieran y derritieran. Ninguna otra luz encendida, sólo el fuego que daba una apariencia fantasmagórica a todo lo que tocaba. Anaranjada, claroscuro. En las noches hacía frío, y teníamos que dormir con hartas frazadas encima, por lo que yo me sentía aplastada pero calentita. Había una pieza para las mujeres (mi hermana mayor, mi hermana menor y yo) y una pieza para los hombres (mi hermano y sus amigos o los amigos de mi hermana). Dormíamos en el segundo piso, lo que a mí me encantaba porque mi casa de Santiago tenía sólo un piso. En Santiago teníamos piezas individuales, y esto de dormir juntos por un tiempo era entretenido.
Yo era bastante chica agrandada, no conocía niños de mi edad, andaba pegada a mi hermana mayor (9 años mayor). Mi hermano Gabriel (7 años mayor) andaba con otro grupo que yo nunca conocí mucho. Nos quedábamos todo el día en la playa, la verdad yo no sé qué hacía en todas esas horas. Mi hermana tenía su grupo de amigos, que se reencontraba verano tras verano. Jugaban Volleyball como enfermos. A uno de ellos le decían Yo-yo, porque siempre que jugaban gritaba –yoo!!, yoo!!-, esperando la pelota. Sólo años después supe cómo se llamaba. Había otro que le decían “Filo”, era super alto y flaco, tenía el pelo crespo y largo. Él me hacía imitaciones de los muppets y de los fragglerocks y yo reía a carcajadas. No recuerdo bien a las mujeres, ellas eran más inestables, los hombres estaban ahí siempre, o quizá eran más simpáticos conmigo. No sé, pero mi hermana en general siempre fue de amigos hombres, cosa que después yo también heredé. Después supe que tenía sus riesgos problemáticos, pero también me di cuenta que si los superas, esas amistades pueden llegar a ser increíbles. Después de terminar el último partido (ya se estaba poniendo el sol, y en verano se pone tarde), se iban corriendo al mar a bañarse. Siempre los envidié, y cuando más grande lo hice, me fascinó. Bañarse bien tarde en el mar es exquisito, hay cierto silencio, el agua es tan fría y suave.
Supongo que yo observaba, pero no me aburría. De vez en cuando alguno de ellos traía a su hermana para que me conociera, pero ahí me sentía incómoda, como obligada a socializar. En fin, al menos una de ellas, la Paula, se convirtió en mi mejor amiga e incluso nos vimos en Santiago. Pero en Santiago las cosas son distintas... No sé cómo, ni por qué (quizá ella dejó de ir al Quisco), pero ya no sé nada de ella.
Todos los años nuestros padres nos decían que quizá no íbamos a volver porque la dueña de la casa estaba tratando de venderla. Pero volvíamos, año tras año, por un mes completo. Antonia y Gabriel podían invitar amigos por varias semanas. La casa era grande, tenía ene camas. Una vez a mi papá se le ocurrió organizar un chocolate caliente con churros (a la usanza española). El chocolate lo hizo él, pero los churros los tuvimos que ir a comprar, al Mampato, que quedaba a una cuadra de la casa. Era una empinadísima cuadra, como en todos los balnearios de la región. Quizá por eso nos quedábamos todo el día en la playa, para tener que subir esa endemoniada cuadra sólo una vez al día.
Consuelo dio sus primeros pasos en la arena uno de esos veranos, y después se negó a caminar en suelo firme por varios meses. ¡Nadie le creía a mi mamá que había caminado! Mis hermanos carreteaban en la noche, y por lo tanto, como todo adolescente, dormían toda la mañana. Yo no. Por eso aprovechaba de ir a la playa con mis papás y mi hermana chica. A esas “horas de la madrugada” para el resto de los vacacionantes, la playa estaba vacía. Era rico el contraste con la playa atestada a la que yo iba después en la tarde. Teníamos que bajar una escalera kilométrica. Bajar no costaba nada, pero al quedar cada vez menos escalones, no podíamos dejar de pensar en la cantidad de escalones que habíamos dejado atrás y que deberíamos volver a subir después. Hicimos un alto en la mitad del kilómetro. Nos sentamos. Allá lejos, como dos hormiguitas, se veía dos personas jugando paleta. Se escuchaba el tac, tac, de cada paletazo.
-Fíjense bien en dónde está la pelota cuando escuchan el “tac”- nos dijo mi padre. Y sorprendidas, vimos que cuando escuchábamos el “tac” la pelota ya estaba en medio del aire entre los dos jugadores. - Como la luz es muchísimo más rápida que el sonido, vemos el movimiento de la pelota mucho antes de escuchar el sonido.
Y seguimos bajando, mi padre siempre soltaba enseñanzas como si fueran datos curiosos, en los momentos más inesperados. Muchas otras veces no podíamos distinguir la enseñanza dentro del dato curioso y simplemente nos encogíamos de hombros. Así era mi padre.
A veces organizábamos un día en Algarrobo. Mi papá había comprado un bote inflable con remos y todo, y como Algarrobo es una taza de leche, nos las dábamos de marineros. Incluso una vez llegamos a una “seudo islita” de roca, nos bajamos y todo. Para mí esas excursiones eran pequeñas aventuras. O iba mi papá o iba mi hermano, porque los dos no cabían. A veces nos acompañaba también la Antonia y le encantaba meterme susto.
Otra salida obligada de cada verano era ir a Mirasol, que es la antípoda absoluta de Algarrobo. Nadie se podía bañar, era una playa eterna en todas direcciones con una olas monstruosas que podíamos observar y escuchar durante horas. El viento también era endemoniado, pero todo eso nos encantaba. Ah! Y para bajar a la playa había que bajar por un caminito miserable que zigzagueba por un acantilado (que para mí era gigantesco). A mi mamá le cargaba que fuéramos, porque le daba susto. Se podía llegar por otro lugar más seguro pero ese camino obviamente no tenía ninguna gracia. Cuando iba mi mamá, teníamos que bajar por ahí.
De pronto, un trueno ensordecedor me hizo saltar. ¿Por qué los demás no parecían haberlo escuchado? Abrí los ojos, era el despertador. Siempre me pasaba eso, que el despertador se entrometía sin ningún respeto en mis sueños.
Tomé “Los primeros americanos”, lo dejé en el suelo. Mi madre siempre me decía que cuando ella estudiaba, y en la noche ya no daba más, lo mejor era ir a acostarse y poner el despertador bien temprano para repasar. Nunca pude lograr eso. Sí me despertaba, pero prefería seguir remoloneando en la cama, y saber que podía dormir un rato más. Pero ahora sí tenía que estudiar, era el exámen final del ramo. Mejor bajo a hacerme un café. Salí de mi pieza. Todos dormían, naturalmente. No hice ningún intento de que el suelo no gimiera, era imposible. Además, ya nadie le prestaba atención, era como prestarle atención a tu propia respiración. El crujido de la madera era la respiración de nuestra casa.
Suena el teléfono. ¿A esta hora?. Sólo puede ser una persona: mi hermano.
-Hola, ¿está el papá?- me dice con voz entre somnolienta e irritada.
-Sí, pero qué pasa. ¿No sabes la hora que es?
-Se declararon en huelga.
-¿Quiénes?
-Ellos.
-¿Quiénes son ellos?
-Los computadores.
Mi hermano instaló un cibercafé en Serena como hace unos cuatro años. Aún no se da por vencido.
-Ah. ¿de nuevo?
-Sí.
-¿Pero no podrías llamar un poco más tarde?- pregunté tímidamente.
Mi padre tenía la costumbre de quedarse trabajando hasta altas horas de la madrugada y quería que ahora aprovechara de dormir.
-ME HE PASADO TODA LA NOCHE LUCHANDO CONTRA ESTOS REVOLUCIONARIOS ENTES A UN BORDE DE ALCANZAR LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL. NO ME IMPORTA NADA. YO NO HE DORMIDO. DESPIÉRTALO.
Fue un error, debí fingir un desperfecto en el teléfono o algo parecido. Le pasé el teléfono a mi padre, quien pacientemente escuchó todo, diciendo ajá..., ajá...., ajá.... Colgó, se puso la bata y las pantuflas y bajó al escritorio. Hice lo que pude.
-¿Quieres un café?- le pregunté mientras bajaba. Asintió somnolientamente.
Mi padre es como el servicio médico de los computadores. No sólo los sabe tratar técnicamente, además entiende su psicología. Eso es lo primordial.
Volví a mi pieza, y divisé a Consuelo que se había quedado dormida en el sillón del living. Pobre. Sobre la mesa había una silla hecha de cartón. Siempre tuve una relación de la regalona con Gabriel y Antonia, y en cierta medida siento no haber sido así con Consuelo. Quizá porque la diferencia de años era menor, no sé. Me acuerdo que cuando llegaba a la casa después de entrenamiento de Volleyball en el colegio (como en sexto o séptimo básico), encontraba mi pieza hecha un desastre, incluida la cama, y ella muy instalada viendo tele. Entonces me enojaba y la echaba. Escondía mis cosas en los lugares que yo pensaba más inaccesibles, pero ella parecía un monito trepador (bueno, como todas los niños de 4 o 5 años). Una vez llegué y estaba encaramada en las repisas más altas de mi mueble. En ese momento obviamente me dio susto que se cayera y la bajé cuidadosamente. Desde ese día creo que me di por vencida. Creo que también nuestra relación mejoró.
Tomé mi mochila y salí a la calle. Ya iba tarde al exámen. De nuevo el teléfono, corrí de vuelta y entré a mi casa.
-¿Aló?
-¿Ana?
-Sí, ¿Nacho?
-Sí, ¡me quedé dormido! Si no vienes a buscarme me echo el ramo. Por favor...
-Bueno, pero no te voy a esperar ni un minuto, ok?
-Ok.
Nacho. Uno de mis mejores amigos, quizá el primer gran amigo que he tenido. Para variar atrasado y en problemas. Pero para eso estaba yo, y bueno, mi auto.
Llegamos media hora tarde. En otras circunstancias no nos hubiera importado demasiado porque siempre terminábamos las pruebas antes que el resto. Pero este era el exámen final, y era oral. Ambos le teníamos terror a los exámenes orales. Nuestros apellidos estaban al final de la lista, por suerte. Aún no nos llamaban.
No recuerdo cómo me fue en el dichoso examen. Seguro que no tan mal porque pasé el ramo. Quizá no debería haber ásado la mayor parte de la semana pasada leyendo Titus en vez de estudiar.... Para una persona tan realista como yo, era difícil comprender la fascinación por la fantasía. Quizá precisamente por tener la certeza de una realidad aplastante, me gustaba huir a mundos lejanos, de colores. Sin embargo, ellos habían nacido de esta realidad aplastante, entonces, tan aplastante no podía ser.
Mi hermano jugaba Dungeons and Dragons desde que conoció el juego como a los diez años en EEUU (vivimos un año en Houston cuando yo tenía 3 años, con ida a Disney incluída). Yo siempre quería meterme en el juego pero mi mamá no me dejaba porque se pasaban toda la noche jugando (fumando y tomando también) y yo era muy chica para esas cosas. Cuando jugaban en el día, me sentaba al lado a puro mirar y escuchar. Además mi madre tenía no sé qué rollo con que los que jugaban esas alienaciones de personalidad podían volverse locos (todo comenzó por una película ochentera que yo nunca vi, pero que es como si la hubiera visto porque mi madre la contaba con lujo de detalles, una y otra vez, intentado convencernos).
Un verano mi hermano nos invitó a jugar (de día por supuesto). Jugó mi hermana mayor, mi papá, Javier (un amigo de Gabriel), y yo. Hasta Consuelo insistió en jugar y mi papá le inventó un personaje de ratoncito para que se quedara tranquila. En fin, en esa época dentro de la partida tenía que haber un escribano que llevara nota de todo lo que acontecía. Era entretenido hacer eso, pero el que lo hacía solía jugar menos porque se la pasaba escribiendo, entonces al final nadie quería hacer eso. Mi papá aceptó hacerlo él (porque el juego le daba lo mismo, por supuesto). Fue super entretenida la aventura (aún a pesar de los intentos de mi padre de chacrearla).
Después hubo como dos semanas que hacía tanto frío que no daban ganas ni de salir a caminar. Mis hermanos dormían todo el día. Yo y Consuelo nos aburríamos. Entonces a mi papá se le ocurrió una idea genial (que de paso nos mantuvo ocupadas por varios días): escribir la aventura que habíamos jugado. Él había tomado notas, entonces él me podía dictar, yo escribía, él hacía dibujos y la Consuelo los pintaba. Fue super entretenido pero no faltaron las peleas porque yo quería escribirlo a mi manera y él a la de él. Quedó una historia para desternillarse de la risa. Todavía creo que está por ahí guardada.
Esas vacaciones en El Quisco las recuerdo vívidamente; las que pasamos después, no sé, yo estaba más adolescente y caímos en distintos lugares, que nunca se mitificaron en mi mente. Pasamos un verano sin vacaciones (no salimos de Santiago). Después fuimos a Tongoy, aún con toda la familia y sus extensiones ya naturales (los amigos de Antonia y Gabriel). Ese sería nuestro último verano juntos. Fue un pálido reflejo de las anteriores vacaciones. Generalmente mis hermanos salían juntos en la noche (tenían amigos comunes, además tampoco había mucho de donde elegir). Casi siempre iban a Guanaqueros, yo qué sé qué le encontraban a Guanaqueros. Una vez los acompañé pero me aburrí. Ese verano nos dio la obsesión (por que somos una familia de “ligeras” obsesiones) de jugar WIST, un entretenidísimo juego de cartas. Mis hermanos llegaban como a las 3 de la mañana y me despertaban para jugar. Cómo podría haberme negado.
Cuando teníamos que volver a Santiago, por un lado era rico pero por otro no. El viaje, de apenas una hora y media, se me hacía eterno. Cantábamos esas típicas canciones repetitivas como “El perro de mi tía...”, “El auto de mi jefe...”, “La mar estaba serena...”, “Sal de ahí chivita, chivita...”. En fin, cosas que hace uno cuando es pequeño... “Estaba-la-rana-sentada-cantando-debajo-del-á-gua, y cuando salió a cantar...”
En nuestra casa nos recibía mi abuela, que se había quedado viviendo ahí todo el verano para cuidarnos la casa. Todo estaba reluciente, todo parecía nuevo, el jardín estaba intacto y verde (nosotros nunca lográbamos que el pasto sobreviviera). Y mi cama, mi adorada cama, con el plumón que no pesaba nada pero calentaba todo lo necesario.
¿Cuándo me comenzó a gustar la prehistoria? Creo que cuando me empezó a gustar la historia. Porque en el fondo son lo mismo. Descubrir y relatar lo que ha vivido el hombre. Y si de pronto te das cuenta que la Verdadera Historia no tiene ya los límites estrechos de la historia tradicional (la escritura), ni tampoco un único autor, sino un número ilimitado siempre creciente, no puedes dejar de quedar con la boca abierta.
Toda mi corta vida de 18 años me autoconvencí que iba a estudiar arquitectura. La verdad no sé por qué, creo que me sonaba bonita la palabra. Bueno, duré menos que un candy, un semestre, y a duras penas. Congelé. Congelar es una estupenda palabra para definir lo que a uno le pasa cuando congela sus estudios. No sólo congelas eso, se congela tu vida. Todos a tu alrededor están ocupados. Te sientes culpable de molestar con tu presencia ociosa e improductiva. Por eso traté de llenar mi tiempo, entre preuniversitario y natación. Igual parte de mi vida seguía congelada. En fin, decidí entonces que quería estudiar arqueología, la carrera menos rentable de este país, pero para mí la más apasionante.

DOS (Crónicas Apresuradas)

DOS

Dos de la mañana. Me tomo un café y en el suelo, escondido por la alfombra, veo que asoma un juguete... Mi hermana menor ya tiene 18 años. Claramente el juguete no es de ella. Tampoco hemos organizado una fiesta de disfraces. Entonces, ¿de dónde salió?. No viven guaguas en mi casa. Bueno, estrictamente no viven guaguas en mi casa.
Justo cuando mis padres creían estar terminando con el ciclo de niños en sus vidas (sus hijos mayores casados, mi hermana menor terminando el colegio, yo en la universidad), llegaron ellas. Apenas dos de ellas. Un número tan pequeño. Parece tan pequeño. Es verdad, son sólo dos. Dos vidas, pero dos vidas recién comenzando, con toda su energía rebalsándose por sus poros. Dos. Dos cuerpecitos llenos de ternura, de actividad, de desorden, de llantos, de risas, de juegos, de sueños.
Han irrumpido en nuestras vidas como torbellinos de energía y esperanza. Tomo el juguete y lo dejo en el baúl correspondiente junto con otros tantos juguetes. Me termino el café. Disfruto el silencio de la noche. O casi. La alarma de turno suena insistente, y me doy por vencida, mejor me voy a acostar. Mañana tengo exámen.
De alguna forma, siempre supimos que Antonia iba a ser la primera en casarse. No por ser la mayor, sino porque tenía que ser así, estaba en su naturaleza de “susanita”. Ella tenía que tener la boda perfecta, desde los canapés hasta la iglesia. Y la verdad así lo fue. Estuvo un año completo planeando absolutamente cada detalle. Fue super lindo todo, lo lamentable, es que siempre la familia de la novia es la que peor lo pasa. El lugar de la fiesta era idílico, una casona de fundo en Pirque, las mesas sobre el césped. En fin, era enorme, y yo, como hermana de la novia, tenía que indicarle a la gente dónde estaba todo (principalmente el baño, claro). En una de esas idas y venidas, con tacos en terreno irregular, escucho a lo lejos “y ahora, el vals de los novios”, no los vi lógicamente. Cuando finalmente yo tuve que ir al baño escuché que iban a partir la torta, ahí partí literalmente corriendo, mis tobillos doblándose en múltiples ángulos y obviamente no alcancé a llegar tampoco. Con suerte salgo en una que otra foto. Con cara agotada por supuesto.
Si algún día me caso, será en un lugar pequeño y con poca gente. Y contrataré a alguien que lleve a la gente al baño.
Pero todo eso sucedió en la fiesta, y para que la fiesta comenzara pasaron literalmente horas de otros acontecimientos. Primero: el viaje a Pirque. Siete de Marzo, día sábado, 11:30 AM, camino a Pirque. Obviamente hacía un calor infernal, y había taco. Todo Santiago se va al Cajón del Maipo cuando es sábado y está bonito. Tuvimos que atravesar el centro de Puente Alto. El taco fue aún peor. Además yo manejaba hace poco, entonces andaba media histérica de perderme.
El viaje de mi padre con la novia fue aún más caótico. Iban en un auto antiguo, de cuento de hadas, pero caluroso por cierto (algo que no refieren en los cuentos de hadas). Y cuando iban cruzando Puente Alto, ¡mi hermana se acordó que le faltaba la liga! Mi padre se tuvo que bajar, de punta en blanco, entrar a una especie de caracol y encontrar, providencialmente, la famosa liga. Todos en la calle le daban ánimo y lo aplaudían. En el entretanto, los demás habíamos llegado a la iglesia. Una minúscula y preciosa iglesia. Había dos matrimonios antes que el de mi hermana, y la primera novia se había atrasado como hora y media. No sé cómo logramos avisarle a mi papá que no llegaran todavía (aún no estaba tan extendida la plaga de los celulares). Mi hermana llevaba como ramo, una rosa. La pobre rosa languidecía sofocada por la espera. Los invitados de ambas bodas se agolpaban fuera de la iglesia. Era tan diminuta que no cabían ni los de un solo matrimonio. Nadie sabía muy bien qué novia estaba adentro. Después la madrina (la madre del novio) nos contó que había llegado atrasada y había entrado a empujones a la iglesia diciendo -soy la madrina, soy la madrina-, y cuando llegó adelante, ¡los novios eran otros!.
En vez de a la 1, mi hermana se casó a las 2:30. Nuestros estómagos rugían. Yo estaba con mi familia en primera fila, no pude ver a los novios saliendo de la iglesia, ni el arroz, ni cómo se subieron al auto.

Camila, mi primera sobrina, nació cuando yo estaba en Serena, ayudándole a mi hermano a instalar un cybercafé. Por ello no estuve en la clínica, ni en toda esa locura emocionante de esperar, de saber que fue niña, que estaba sanita, que la llamarían Camila. Me tomé el siguiente bus a Santiago. Antonia estaba radiante. Toda la familia era primeriza en nietos y sobrinos, por lo que la chochera fue máxima.
Al principio ella fue sólo sentimiento. Su pequeño rostro no tenía expresión. Era amable sólo por existir. Poco a poco, una sonrisa, una pena y –sorpresivamente- una carcajada. No hablaba pero sus ojos lo decían todo. Camila es pequeña, tan pequeña que es capaz de concentrar en su cuerpecito el amor en estado puro. De ése que te hace reír sin razón, de ése que te recorre como un calorcillo escurridizo, de ése que nunca parece desaparecer de sus ojos, de sus manitos, de sus risas.
Una tarde, habíamos llevado a Camila a un parque. Ella apenas caminaba, y hablaba, pero en su propia jerga. Vio un grupo de niños, se detuvo frente a ellos. Los observó. Con detención y anhelo. Nos miró con sus ojos brillantes e inocentes, murmuró unas palabras, como pidiéndonos permiso, y volvió su mirada a los niños. Uno de ellos le extiendió un juguete. Su carita se iluminó como un sol, y se arrodilló a jugar.
Camila ya se ríe, aplaude, y desde hace poco, gatea. Su vida es tan simple. Despertar - sonreír - comer - dormir - comer - jugar – reírse - tomar un juguito - dormir. Todo es tan nuevo (y único) Una naranja rueda por el suelo y ella intenta alcanzarla. Suspira. Otro intento. Llega a ella siente su textura (tan nueva) blanda y algo porosa suave tan naranja. La lleva a su boca. Frunce el ceño. -No todo lo nuevo es siempre agradable- pensaría si fuera como nosotros. Pero ella no gasta tiempo en eso. Sólo siente la naranja completa y absolutamente naranja.
Mi segunda sobrina nació también cuando yo estaba lejos. Esta vez realmente lejos, literalmente en el fin del mundo: Tierra del Fuego. A ella no la pude ir a ver a la clínica. Cuando volví a Santiago agotada de un mes completo de terreno, ella ya estaba en su casa, con sus padres y su hermanita que no comprendía muy bien lo que sucedía.

Me tocaba dormirla. Quería bajarse de mis brazos y correr a conocer, a tocar, a oler. Al fin se rindió y su pequeña cabeza cayó (suavemente) en mi hombro. La paz (la absoluta paz) resplandecía en su pequeño rostro. Su respiración pausada y constante. Sus manitas siempre cálidas.
Pilar es incansable. Agotadora. Tan pequeña. Tan movediza. Tan gritona. Blancura coronada por dos margaritas y una minúscula lengua que insiste en quedarse afuera. Vivir no es más que un juego y ella lo sabe. Energía inagotable contenida en un cuerpecito tan pequeño y frágil. Risas capaces de contagiar multitudes.

Poco a poco se han ido convirtiendo en personitas. Saben cómo manejarnos, cómo consentirnos. Y son ellas quienes nos enseñan (más bien nos abren los ojos) a disfrutar los pequeños detalles. Ellas son pequeños detalles, y sus manos, y sus ojos. El asombro es su constante compañía. Y lo emanan. Pequeñas, tan pequeñas y tan perfectas. Completas.

Crónicas Apresuradas

Caminemos.

Dame la mano.

Quiero compartir contigo las visiones que he tenido.





UNO

Los almuerzos en mi casa pueden convertirse en toda una experiencia para quien no está acostumbrado a ellos. Y aún después de ocho años, Martín no se ha acostumbrado a ellos. La gente que viene se lleva la impresión que estamos todos peleados. Y no es así para nada, sólo hablamos. El problema es que somos un tanto violentos al hacerlo. Algún antepasado italiano debemos tener. Las voces van aumentando de volumen, y múltiples vías de conversación se establecen simultáneamente. O a veces ni siquiera son distinguibles conversaciones coherentes pues cada uno suele hablar de su tema. El invitado de turno debe sentirse algo raro sin duda.
-Acabo de bajar “Bosque Mitago” del Internet, compraré un bello papel, y lo imprimiré, y lo empastaré...- comienzo atolondradamente a relatar mi obsesión de turno.
-¿Alguien puede decirme lo que quiere decir “verecundia”?- pregunta mi padre como si fuera la pregunta más natural del mundo.
-No puedo creer que han pasado seis años desde que lo busco, “lo siento mucho señorita, el libro que usted solicita está descatalogado hace ya varios años”...-continúo en mi monólogo.
-Tía, ¿me pasaría la ensalada?- pregunta tímidamente Martín.
-Pero claro, aquí tienes- le responde mi madre, alcanzándole EL plato de ensalada (que en cualquier otra casa sería lo que consume cada individuo), y aquí es para seis personas. Tres rodajas de tomates, diez rodajas de pepino, una pizca de zanahoria rallada y algo de lechuga. Y sobra. Siempre sobra. Nunca hemos sido muy “ensaladadictos”.
-¿Sabías que es sumamente sano para el corazón consumir una copa de vino diaria?-agrega mi madre dirigiéndose a Martín-, Eduardo, -dice ahora dirigiéndose a mi padre- deberías adquirir esa costumbre.
-Bueno mi amor, ¿pero sabes lo que significa “verecundia”?.
-La verdad no, pero ¿te acuerdas de ese cuento “El inamible”?.
Martín está nervioso, no sabe cómo preguntar si puede servirse toda la ensalada. Se sirve sólo una rodaja de tomate y tres de pepino. Me mira con una sonrisa en los labios. Lo amo.
-Estoy chata de la universidad- dice Consuelo.
Lleva tres semanas de clases. Del primer año de universidad.
-Entereza, hija mía, entereza- dice mi madre – luego recordarás estos años como los más felices de tu vida.
-Sí claro...
-Esperen, voy a ir a buscar al diccionario para ver qué significa “verecundia”.
Mi padre se levanta. Hace días que anda con esa duda, porque un viejo profesor (y muy respetado por cierto) comentó de uno de sus artículos: “La verecundia me embarga al leer este artículo, sencillamente no puedo decir nada más”. ¿Asombro, felicidad, vergüenza, pena, desinterés, risa, angustia...? ¿qué diablos le produce el artículo?. La duda corroe poco a poco a mi pobre padre. No es que le preocupe demasiado lo que haya querido decir el mentado profesor sobre el artículo en cuestión, pero el desconocimiento y misterio de una palabra que sin duda existe (pues el anciano académico no osaría usar palabras no registradas en la Real Academia de la Lengua Española) lo impulsa a descubrir su significado como sea.
-Tengo que cortar y pegar circulitos de 5 mm. de diámetro en una hoja de medio pliego y expresar “armonía”. ¿Es acaso una broma? Hace semanas que ya no sé lo que significa esa palabra.- declara Consuelo con su particular desánimo.
Diseño tiene a mi hermana un tanto agotada. Pero ya se acostumbrará. Igual se nota que le gusta.
-¿Quién nos acompaña hoy a ver la casa nueva?- pregunta Antonia. En poco tiempo se van a cambiar de casa.
-Abuelo, quere ir al baño...- musita Pili en medio del caos.
Mi padre no la escucha, se acercó por la oreja equivocada. Pili da vuelta a toda la mesa (distancia nada despreciable considerando su pequeñísimo cuerpo de dos años) para acercarse ahora a mi madre.
-Abuela, quere ir al baño...- mi mamá está demasiado enfrascada en la conversación, bueno, al igual que cada uno de nosotros en cada una de las conversaciones, mejor dicho, monólogos individuales.
Ahora Pili se acerca a Camila, su hermana mayor.
-Cavila... quere ir al baño...
-¡La pili quiere ir al baño!- exclama Camila en voz lo más alta que le permiten sus cuatro añitos.
Recién entonces alguien se para y lleva a la pobre Pili al baño.

Luego del almuerzo subimos a mi pieza a dormir la siesta correpondiente.
-Nunca voy a dejar de sorprenderme. Tu familia es demasiado insólita.
-Igual que todas no más, uno nunca encuentra insólita a su propia familia.
-Yo sí.
-Bueno, pero porque tu familia ES insólita.
-Esta discusión no lleva a ningún lado, mejor durmamos.
-Estoy de acuerdo.
Martín se quedó dormido en menos de un minuto. Siempre he envidiado esa capacidad innata suya de dormir como un bebé. A mí se me quitó el sueño. Me fui al escritorio y entré al MSN (NOTA: Messenger, lugar virtual para conversar con quienes estén conectados en ese momento; tiene un no sé qué de espontaneidad, y además es muchísimo más barato que el teléfono, sobre todo si hablas con gente que está lejos).
Me encuentro con Alicia. Abro la ventanita. Alicia es de esas personas únicas, realmente únicas. Su cerebro funciona a mil por hora, pensando en fácil diez temas a la vez y con la misma profunda concentración en cada uno de ellos. Es de las pocas personas que al leer a Borges, puede distinguir qué referencias son reales (porque ella las ha leído) y cuáles no. No hay ningún tipo de soberbia en ella, simplemente sucede que ha absorvido ávidamente conocimientos y experiencias. Y no se cansa de ello. Si hay quienes podrían considerarme algo obsesiva con los libros, yo no soy nada al lado de Alicia. Y la diferencia es que yo tengo esa única obsesión. Pero ella tiene incontables obsesiones. Al principio, cuando recién la conocimos, nos costaba muchísimo entenderle, su mente siempre va más adelante que las palabras que salen de su boca. Una vez que la has “sintonizado”, por decirlo de algún modo, te encandila totalmente. Tiene una energía de vivir inagotable. Cerca de ella es difícil perder las esperanzas por muy paupérrima que sea la situación.
-¡Hola! ¿Ya leíste el libro de John Crowley que te recomendé?
-No, no lo pude encontrar, Martín lo ha buscado por cielo y tierra. Pero me trajo “Bestias” y “Aegypto” de Buenos Aires. “Bestias” ya me lo devoré. “Aegypto” me ha dejado sin palabras- agrego un emoticon de asombro.
(NOTA: emoticon, caritas amarillas que expresan felicidad, asombro, pena, llanto, duda, desconcierto. Son tiernísimos. Humanizan bastante este tipo de conversaciones virtuales.)
-Es un maestro, ¿cierto?
-Por supuesto. Oye, tienes que darme tus datos de libros raros y encima baratos.
-¿Quieres que té datos de mis “dealers” de libros?
-¿”Dealers”?
-Claro, me extraña, hay dealers para todas las obsesiones.
Droga. Los libros son una verdadera droga para nosotras.
-Dime entonces.
-San Diego 119, locales 127 y 125 (sra. jirma una y sr. ricardo el otro... aquí me compre las Puertas de Anubis y todo lo de Crowley... les queda todavía El verano del pequeño San John...)- me escribe a una velocidad increíble, casi como si la estuviera escuchando.
-Ya. Igual me tienes que hacer un tur un día. Oye, ayer me junté con la Chica a tomarnos un capuchino.
-¿Con bollos y panecillos?
-Casi. Aún no hemos llegado a ese extremo tan adulto-joven. Una compañera de colegio me contó que se había juntado a “almorzar” con otra amiga.
-En un tiempo, vendrá el bridge...
-¡Nunca! Wist en todo caso, pero el Bridge ya es de viejas-viejas.
-Y más encima respingadas.
-Claro.
-¿Supiste que salió una edición nueva de Titus Groan que incluye todas las ilustraciones?
-Sí, sí supe. Habrá que esperar que llegue a Chile.
Una ventanita interrumpe nuestra conversación virtual. “Amir Alfaiet Abdulá ha iniciado la sesión.”
-¿Quién demonios es “Amir Alfaiet Abdulá”?
-Ni idea, habrá que preguntarle.
-¿Hola?
-¿sí?
-Disculpa, ¿quién eres?
-Amir Alfaiet Abdulá.
-Sí, ya lo sabemos. ¿Pero quién es Amir Alfaiet Abdulá?
-Yo.
-Oj, oj.
En esta era de las comunicaciones virtuales puedes tener este tipo de encuentros bizarros. En fin. Son los misterios que vienen aparejados a la tecnología.

Azul

Y cada noche el anciano relataba a quien quisiera escucharle...

Azul. Eterno y transparente. Inabarcable.
Tan frío y tan lleno de vida (y muerte). Espejo infinito del sol.
Fuente de lágrimas y poesía.

El hombre emergió del mar. Antes éramos sólo agua, es por eso que en ocasiones sentimos que no somos de este mundo (¿o tierra?), que todo en él, parece estar en equilibrio y paz, que nosotros sólo perturbamos. La tierra y el Gran Océano mantienen equilibrios distintos pero complementarios. Equilibrios que no pretenden ser sólo vida y felicidad, pretenden ser círculos que todo lo integren. Para que haya vida es necesaria la muerte –el suelo es más fértil cuando ha recibido los despojos de la vida-.
En el Gran Océano, que primero nos vio nacer, formábamos parte de su círculo. Pero uno más difuso (como nuestro reflejo en el agua), más disperso, menos delimitado que el de la tierra. El agua, como luego hizo a su semejanza la tierra, todo lo acogía –muerte y vida, alegría y tristeza, amor y odio- no había dominio del bien sobre el mal, había equilibrio.
El Gran Océano siempre estuvo junto a la Tierra, y las aves nos traían las historias –tan exóticas, tan diferentes- de seres que avanzaban con dificultad sobre una superficie áspera y dura; algunos se arrastraban, otros andaban, y otros –como las aves- lograban despegarse por un tiempo de la tierra pero siempre estaban obligadas a regresar. Nos contaban también, que ellas supieron que el mar era algo más que una mancha azul (algo más densa que el cielo) cuando encontraron en medio de la Tierra –en lagos y ríos- seres que vivían en ellos. Entonces pensaron, si en estas aguas estrechas y poco amplias existe algo ¿por qué no va a existir en el infinito océano? Y día tras día volaban sin encontrar nada –a veces un reflejo, un movimiento en el rabillo del ojo, pero que al voltearse desaparecía-. Muchas hermanas murieron en su búsqueda, hasta que llegó el día en que una de ellas volvió a su nido y dijo a sus polluelos –moribunda- que no se dieran por vencidos, que ella había visto (y sentido) maravillas imposibles de relatar. Así fue como tras muchísimos años, las aves fueron aprendiendo nuestro lenguaje y nos relataron de la vida en la tierra, así como hablaron a los terrarios de nosotros. Pero las aves fueron disminuyendo, se habían preocupado de mantener el contacto, y esto había consumido casi toda su energía. Hasta que desaparecieron, y con ellas toda noticia de la tierra.
Pasaron cientos de años, y de generación en generación, se transmitió todo lo que se recordaba del “otro sitio”, como entonces comenzaron a llamarle nuestros antepasados. Pero el tiempo y la memoria son certeros traicioneros y mucho de lo que se sabía en la Edad Alada se ha perdido. Una noche, un grupo de jóvenes nadaba mirando las estrellas que todo lo cubrían y se preguntaron –si ellas, puntos diminutos en la inmensidad de la noche, sabemos que llegan al Otro Sitio, ¿por qué nosotros, puntos igual de diminutos en la inmensidad del océano, no lo intentamos? Los tiempos habían cambiado y los jóvenes tenían más arrastre que los sabios, que algo de las Antiguas Enseñanzas aún recordaban. Y recordaban que el Otro Sitio no era necesariamente mejor al suyo, sino su complemento, y que cada sitio –la Tierra y el Gran Océano- tenía sus leyes y equilibrios propios. Pero los jóvenes sólo recordaban lo exótico de sus seres y costumbres, y querían conocerlos. Y arrastraron a muchos. Y pasaron meses de viaje, cruzaron mares cálidos y fríos, oscuros y coloridos, desérticos y llenos de vida. Así se fueron dando cuenta que ni siquiera conocían bien su propio sitio, entonces, ¿cómo iban a enfrentar el Otro? Pero continuaron hasta que la divisaron, lejana pero nítida, imponente, oscura. Atardecía y el sol daba a todo una infinidad de colores. Colores cálidos, de bienvenida. Y arribaron a una playa de arenas blancas y agua serena y sin dudarlo mucho, salieron del agua. Y caminaron.
En ese momento la tierra comenzó a temblar, el mar se enfureció y se transformó en gigantescas olas que rompían en las arenas blancas. Los Primeros, no sabían qué hacer, tanto la tierra como el agua los rechazaban. Habían cometido la peor de las faltas: romper el equilibrio. Algunos volvieron al mar, y se ahogaron, otros, alcanzaron a sobrevivir y volvieron al Gran Océano. Los sabios afirman que el mar los dejó partir para que advirtieran a nuestros hermanos de no volver jamás a intentar cruzar la frontera. Otros corrieron -torpemente, al principio, qué pesado se hacía el cuerpo fuera del agua...- hacia los árboles. La tierra seguía temblando y abriéndose. Muchos cayeron. Pero los árboles, desde antaño encariñados con las aves que se posaban en ellos y les cantaban sus historias, reconocieron en los Primeros a los hombres de esas historias y decidieron protegerlos. Muchos árboles cayeron al abismo. Y finalmente la furia cesó.
Los hombres bajaron de los árboles y se internaron en la selva. La tierra los había perdonado, pero no por mucho tiempo. Y sabían que el mar nunca les perdonaría el haber renegado de él. Sin embargo, la alegría de conocer el nuevo mundo les dio esperanzas, y la vida que todo lo une los impulsó a luchar.
Y es desde entonces que cualquier hombre que se acerque al mar –o que sólo sienta su aroma o su murmullo- no puede evitar sentir una inmensa melancolía y añoranza, pues sabe que nunca podrá reconciliarse con él. Y la tierra no ha sido menos dura con él. Ella sabe que no le pertenecemos, que no nos ajustamos a su lógica. No nos conformamos con un sitio para vivir. El hombre quiere conocerlo todo, y todo a la vez. Quiere tener la fluidez del agua en un mundo seco y duro. Si vacías una taza de agua sobre la tierra, verás cómo se expande. Y se excavas cerca, verás cómo el agua se escurre hacia el nuevo sitio. El hombre es agua. No puedes negar su naturaleza. Quiere movimiento y expansión constante. No lo puedes retener o enjaular, tal como no puedes mantener por mucho tiempo agua entre tus manos. Tarde o temprano se escurrirá entre tus dedos.
Por las noches miramos el cielo y vemos las incontables y diminutas estrellas. Y recordamos nuestra tentación de ser como ellas. Y las admiramos, pero también las tememos.
Las aves, seres ya míticos entre nosotros, nunca abandonarán nuestra memoria, y ya no deformaremos más sus enseñanzas. Las hemos escrito y ahora son sagradas e intocables,
Cada año, cuando comienza la época de tormentas, celebramos y reflexionamos. Celebramos nuestra llegada a la Tierra pero también nos arrepentimos de ella. Salimos a la lluvia para empaparnos de las gotas que sabemos nos mandan desde el Gran Océano para que no los olvidemos. La lluvia nos une, el cielo nos une, pero nuestro pecado ha abierto una brecha tan amplia que quizá nunca volveremos a verlos. Y cuando estamos tristes y pensamos que ya nada tiene sentido, recordamos la esperanza de las Aves y luego de los Primeros, y cómo lograron comunicar dos mundos, y lograr sobrevivir a lo imposible. Por eso, no abandonaremos la esperanza de algún día volver a sentir la suavidad y el cálido abrazo del agua y de nuestros hermanos...
Y cuando atardece, lloramos...


El anciano siempre terminaba este historia con lágrimas en los ojos, nunca la contaba de la misma forma “la historia, no es el pasado como uds. lo entienden, al menos no uno rígido; es agua que a veces logramos mantener en un vaso redondo, pero que podemos vaciar a uno cuadrado y seguirá siendo agua.” “la historia, como el agua, está viva”.